Cuestión de ganas

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La vida es un largo camino en el que ser maestra y alumna, unas veces me toca enseñar, otras aprender, pero siempre sigo dirección hacia la orilla. Pues sí, nada es imposible cuando se hace lo posible por lograrlo, arriesgar es no perder nada. La excedencia voluntaria de la semana pasada con mi publicación semanal estaba más que motivada.

Dicen que todo pasa por causalidad, yo añado que lo que no también. Cierto, el cronograma de nuestras vidas ya está programado desde que nacemos, por mucho que a veces nos empeñemos en forzar acontecimientos o adelantar las agujas del reloj. Tras mi primer escalón para alcanzar otra de mis metas, analizando lo sucedido no puedo estar más agradecida, ¡me pasan cosas increíbles! Sí, porque cada día que despierto es sinónimo de estar viva y cada día que vivo puede que sea el último.

Cada cosa que no haga puede no tener cabida en el tiempo

Aprendí mucho de mamá. No podía estar segura de que mañana todo sería igual, lo que siempre había sucedido de cierta manera, dejó de hacerlo, y con ello, entró en un nuevo mundo desconocido. Así, sin más, Hortensia se despertó, completamente ignorante de que su vida jamás volvería a ser la misma. Amaneció.

“Era víspera de fiesta, el hogar ya tenía el colorido abundante propio de su identidad. En el recibidor nunca faltaba el árbol de Navidad, decorado con sus bolitas de colores, luces, espumillones, y con su estrella brillante de tonos plata que daba el toque en lo alto del árbol, recordando la estrella de Belén. Adoraba esa época del año, quizá porque siempre le gustó pasear entre escaparates navideños, iluminaciones y composiciones que despertaban sus ganas de comprar. Disfrutaba de los regalos, de cualquier modo, lo mejor era celebrar en familia aquella fecha tan especial, acompañados de mariscos, embutidos, y cómo no cantar los divertidos villancicos. Silenciosa para no despertar a sus hijas, puso los pies en el suelo y deshizo la cama. Abrió la ventana para que los primeros rayos de sol entraran en casa, inhaló su instante de paz antes de empezar la jornada. Sabía que los demás dejarían de tratarla con naturalidad, pero no alcanzaba a comprender lo que eso significaba. ¿Quería decir que ya no podría ir a trabajar? ¿Dejaría de asistir a sus clases de baile? Solo de pensar en ello se asustaba.

Ese 24 de diciembre tenía algo diferente, todavía no sabía bien qué sucedía, pese a que sí intuía lo mucho que ocurriría. Pensaba en su padre, en su tía, en el origen de su familia. Contrastaba hechos, circunstancias. Asumía la herencia familiar. ¿Y ahora, cómo se suponía que debía comportarse? Ella quería seguir con su vida tal y como había sido hasta entonces. Era muy estricta consigo misma. Acostumbrada a levantarse y beber un vaso de agua, luego se vestía, se maquillaba y cocinaba toda la mañana. Tenía un trabajo serio, una responsabilidad culinaria. Su madre había imaginado para ella un brillante porvenir en la peluquería, sin embargo, Hortensia había acabado ganando su nómina con otra profesión.

En lugar de lamentarse, pues no quería que nadie sospechara, ella asumió su responsabilidad, salió a la cocina y se sentó pensativa. A aquella hora, normalmente, todo estaba en orden: las sillas estaban colocadas debajo de la mesa, los fogones limpios, las ollas relucientes, la vajilla lista para ser usada inmediatamente…

El día tenía más trajín que de costumbre. Una sonrisa se dibujó en su cara cuando Paco entró por la puerta cargado de bolsas, se dirigió a su lado y posó su mano sobre ella para tranquilizarla, él también sentía una mezcla de nervios y esperanza. Podía ser que aquella rutina hogareña, llena de trabajo pero también de placeres sencillos, estuviera llegando a su fin. Mientras los dos conversaban componiendo menús y platos buenos, sus hijas contemplaban la situación.

Raquel, la mayor, evidenció un cambio en el ambiente, mamá contuvo el aliento al mirarla.

—Hija si hoy es Nochebuena, ¿cuándo es Navidad? —y sin esperar respuesta se cubrió la cara con las manos, totalmente avergonzada.

¿Cómo? Raquel se quedó paralizada ante la pregunta, sabía que debía ser muy cuidadosa porque nunca antes había visto a su madre bromeando. Según la lógica, Navidad era el día siguiente a Nochebuena.

—Mamá, ¿en serio?

Hortensia salió corriendo. Su corazón latía a toda velocidad. Sin dilación, su hija dio la vuelta y la siguió, estiró los brazos para alcanzarla. Juntas se fundieron en un fuerte abrazo.

Tras las navidades, sus días transcurrían entre hospitales. Adiós polvorones, hola doctores. A menudo, muchos pacientes acudían a la consulta médica de manera sistemática, desafortunadamente, ella sí presentaba los síntomas. Decían que era joven, había cumplido cincuenta y siete años en julio. Todos se sorprendían, incluso ella, sobre todo cuando sentía nostalgia del pasado. Si le hubieran preguntado, Hortensia hubiese respondido:

 —Sí, quiero volver atrás, no para cambiar cosas, sino para revivir la época en la que fui feliz —llevaba consigo la indestructible pena de las personas, que impotentes, avanzan hacia una enfermedad. No tenía elección.

De vez en cuando, en sus días más tristes, Hortensia pasaba horas mirándose al espejo, la hipótesis rondaba en su cabeza, y sin quererlo, se había convertido en la protagonista de la inexplicable película “Dime si es verdad”. Su médico de atención primaria había puesto atención a los indicios, sin embargo evaluado su estado de ánimo, dudó si era una depresión la enfermedad que causaba tanta confusión, ¡no había ningún examen que probará con exactitud qué sucedía!

Remitida al especialista en psiquiatría, Hortensia empezó en el mundo de las pastillas. Ella era capaz de realizar correctamente la mayoría de sus actividades cotidianas, es más se escapaba a bailar siempre que le era posible. Con su marido, salsa, bachata, merengué o chachachá, el baile era la única actividad que le proporcionaba múltiples beneficios a nivel psicológico, bueno eso y visitar algunos mercadillos.

Seis meses después de aquella Nochebuena, sentada en la consulta con sus hijas presentes, el psiquiatra prefirió presentar las cosas tal como eran:

—Ni tiene depresión, ni es una enferma mental, el problema es de otro fondo —les dirigió una tenue mirada de despedida. Definitivamente, Hortensia esperaba a que llegara el momento, ¡tan inteligente que había sido!

—No debes tener miedo de nada mamá —respondieron sus hijas conscientes de su desconcierto.

Qué difícil era encontrar al especialista correcto en diagnosticar, ahora tocaba el turno de neurología. La doctora Delgado analizó el caso y elaboró su historia clínica, dedicando tiempo a todas aquellas señales. Hortensia sabía la fecha, la hora, incluso dibujaba el reloj. Memorizaba listas cortas de palabras, hacía cálculos simples, deletreaba palabras, copiaba dibujos, con la objeción que no podía decir los meses del año al revés.

Le horrorizaba la idea de los TAC, las resonancias, las ecografías craneales, etcétera. Ella sentía cómo le temblaban las piernas ante tanto aparato, apenas le quedaban fuerzas, se derrumbaba suponiendo que ya sabía la sentencia.

La etapa de los olvidos, cada vez más evidente, no era sólo distracción, otra vez la misma situación pero diferente escenario: Sentada con las piernas cruzadas en una consulta, con las pruebas de imagen y los análisis, esperando abordar un resultado. Una demencia de tipo conductual, reveló la doctora Delgado, una enfermedad degenerativa que lentamente destruiría las células de su cerebro.

La doctora les explicó qué era, hablando con precisión, para que fuesen capaces de entenderlo. Sin omisiones ni invenciones, expuso los detalles más cruciales. Hortensia tuvo que hacer un esfuerzo, aunque se había dispuesto para afrontar la noticia, no era un plato ligero de digerir.  Enfrascada en sus pensamientos, a ella le aterraba la sola idea de ser un peso para los suyos, y dejar de reconocer el entorno que había visto crecer. Se sentía estúpida, rechazada, forzosamente estaba incapacitada, ¡menuda situación!

Maria, su hija pequeña, incapaz de permanecer en su asiento un minuto más, se levantó de un salto. Con la cara bañada en lágrimas, como si el pozo de su pesar no tuviera fondo, sólo quería llorar, llorar y llorar, nada más. Raquel ni reaccionó. Sin doblez ni engaño, no percibía la amenaza del peligro que les advertían.

A pesar de no ser la responsable, la doctora Delgado terminó ofreciéndoles sus disculpas:

—Lo siento. Entiendo su disgusto e intentaré ayudarles en todo momento. No negaré que es un tema muy complicado. Lo lamento.

Hortensia dialogaba en sus adentros, ¿por qué no había tenido suerte? Lo que está destinado a suceder, sucede, en cualquier momento, en la calle o en casa, somos involuntariamente frágiles. Irónico, algunos se emborrachan para olvidar el pasado y otros, desesperados, luchamos por recordarlo. De nada sirve ya mirar hacia otro lado.

Desde la noticia, cada mañana sentada junto a su marido, su compañero más fiel, Hortensia adquirió la rutina de leer libros en voz alta, repasar caligrafía y hojear revistas. Por la tarde, en cambio, prefería permanecer largo rato en el sillón viendo la televisión.

El tiempo dio paso a situaciones más complicadas que obligaban a su familia a ser más fuertes durante el proceso. Al cabo de unos meses, el cuerpo de Hortensia estaba más débil, le faltaba fuerza, carecía de coordinación, y lo peor, empezó a desaprender.

—¿Cómo se agarra el cuchillo y el tenedor? —experimentó la sensación de no saber utilizar correctamente los cubiertos, rompiendo otro de sus hábitos. Así, lo que ella comía, dependía de la voluntad de sus familiares.

La enfermedad ya resultaba también evidente para sus allegados. Sí era verdad, Hortensia presentaba dificultades para hacer la compra, para seguir una conversación y visiblemente siempre estaba apática. Envejecía a toda velocidad, su cara se convertía en el rostro de la nada, hasta sus ojos enmudecieron. Irremediablemente resignada, ella dejó de ser una persona autónoma, guardó sus sueños en un baúl, y ni siquiera se acordaba de cuáles eran.

Paco, Raquel y Maria, marcados por un cambio de prioridades, ni podían ni querían rendirse.”

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